Historical & Mythological Short Fiction

Ink of Ages Fiction Prize

World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest

Primer Premio 2025

Anna McHugh

Anna es profesora y realizó su doctorado en la Universidad de Oxford. Hoy en día vive en Sídney, Australia, y disfruta escribiendo relatos cortos de ficción histórica para las clases que da.


«Zannanza» está inspirado en el asesinato de Zannanza, el príncipe hitita que imploró una reina egipcia viuda, ansiosa por no verse obligada a casarse con un miembro ambicioso de la nobleza egipcia. Probablemente era la viuda de Tutankamón.

por Anna McHugh, traducido por Rosa Baranda

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Zannanza

El alma joven de Zannanza sale de su cuerpo y se eleva en el aire caliente, por encima del camino del desierto. Todavía están en territorio hitita, el imperio de su padre el rey hitita. No puede evitar sentir la triste sorpresa de que esto haya sido todo: con tan solo quince años, así es como ha muerto.


Mira a su alrededor para ver si han llegado los anunnakis, los doce dioses del inframundo, para llevarse su alma real al reino del más allá, pero no hay nada. Tan solo el silencio, el sol brillante, el desastre de caballos, hombres, equipaje y esperanzas desperdigados por el camino.


Se da cuenta de que nunca sabrá quién lo mató, o quién envió a sus asesinos.


La caravana se acercaba a las fronteras de Egipto, al sur de la ciudad mitani de Kadesh, cuando cien hombres a caballo surgieron del este, las caras cubiertas contra el sol y el polvo, y los arrollaron. Messeni, su chambelán, y Taya, al mando de sus guardaespaldas, formaron un círculo alrededor de él, pero los atacantes ya habían derribado a los caballeros hititas con flechas y se les habían echado encima antes de que nadie pudiera desenvainar sus espadas para defenderse.


Oyó a Taya gritar «¡Soltad el equipaje!», y en ese mismo momento vio una hoja curvada como una media luna que le cortaba el cuello y el hombro a Messeni. La sangre del anciano brotó hacia él en un arco sorprendentemente cálido. ¿Quién hubiera pensado que este viejo, que siempre se quejaba del viento frío de Hattusa, contenía tal fuente de calor?


Después sintió el ruido, un dolor agudo, calor y una oleada de debilidad. Dos ojos hostiles lo examinaron para asegurarse que el daño infligido a Zannanza, príncipe del Imperio hitita, hijo de Suppiluliuma, era mortal.


Eso fue lo último que sintió: cómo se caía del caballo.


Y ahora esto, el silencio de la muerte en un camino solitario y el deseo de llorar sin un cuerpo que derramase lágrimas.


Zannanza da vueltas intentando no llorar o dejar que cunda el pánico. Hace tan solo un momento había sido un novio de camino de un imperio a otro para casarse con una reina. Había sido el deseado, la solución a problemas grandes e importantes, aquel cuyo destino estaba en manos de Gul Ses, Istustaya y Papaya, que deciden los destinos de los reyes.


Y todo por una carta.


Mi esposo ha muerto y no tengo hijos, había escrito ella.


Al recibir la carta su padre, que se encontraba en medio del asedio de Karkemish, a nadie le había sorprendido que el niño rey egipcio Tutankamón, resultado de la endogamia, hubiese muerto. Había dejado a su hermana y esposa Anksenamón sola y desprotegida. Tan lejos, tan egipcia. El padre de Zannanza se había encogido de hombros y había seguido golpeando las murallas de Karkemish.


Dicen que vos tenéis muchos hijos, escribió. Puede que me deis alguno de vuestros hijos en matrimonio.


Pero eso sí había sido una sorpresa. Esta petición triste de la niña reina podía ser algo rutinario para cualquier nación excepto Egipto, que no ofrecía sus princesas a nadie y que protegía la integridad de la casa real con celo.


No quisiera tomar por esposo a uno de mis súbditos.


Suppiluliuma había detenido el asedio para examinar la lógica de esta afirmación. El padre de Tutankamón, Amenhotep, o Akenatón, que era como insistió en llamarse tras su misteriosa epifanía, se había vuelto loco. Había puesto fin a una tradición tan antigua que parecía eterna. Había prohibido el culto a ningún dios que no fuera Atón, el disco solar, con él como intermediario único y absoluto. Construyó una capital nueva, compuso himnos nuevos, fundó un sacerdocio nuevo, financió un nuevo estilo aterrador de arte. Y también acabó de manera aterradora. Ningún otro faraón había sido asesinado antes.


El nombre de Akenatón había desaparecido a golpe de cincel. Su tumba quedó sin marcar, olvidada. El alma del faraón vagaba entre las sombras interminables del inframundo egipcio, sin adoradores ni nadie que lo recordara.


Tutankamón acarreaba el estigma de la locura de su padre: era cojo, se le caía la baba, tenía senos como una mujer y estaba doblado como un viejo, y no había vivido siquiera veinte primaveras. No puedes casarte con tu hermana y esperar que tus hijos sean como los juncos del Nilo, rectos, firmes y proliferantes.


En el camino, solo en la muerte sin signo alguno de que nadie vaya a venir a por él, Zannanza teme que él también acabe como los locos faraones muertos. Puede que haya un reino en el inframundo para los reyes fallidos que vagabundean y caminan eternamente, sin poder, confundidos.

Tengo miedo, le había escrito la egipcia a su padre.


¿De quién o de qué tenía miedo Anksenamón, la niña reina?


Habían decidido, o Suppiluliuma al menos, tras recuperarse del sobresalto de la carta, que tenía miedo de su visir, Ay. Un hombre viejo cuya esposa había sido la nodriza de la madre de Anksenamón. Un viejo que también era el tío de Anksenamón. Un viejo que había aconsejado a tres faraones y que era consciente de la virtud de golpear primero y con rapidez.


Ay, habían decidido los hititas, iba a obligar a su sobrina a casarse con él para hacerse con el trono. A menos que ella lograra encontrar marido antes.


Zannanza recuerda todo esto mientras el sol se mantiene en el mismo punto desde que fuera derribado. Parece que el tiempo no pasa cuando estás muerto, piensa.


No puede culpar a Ay por matar a un competidor. El propio padre de Zannanza había matado a su hermano por el trono. Los sacerdotes hititas nunca dejaban de murmurar que era el crimen de la dinastía.


Tengo miedo, había escrito ella.


Así que Supiluliuma había pensado en sus hijos: Arnuwanda, Telipinu, Piyassili, Mursili y Zannanza. No podían desprenderse de Arnuwanda porque era el heredero de su padre. Telipinu mantenía a los sacerdotes y sus intrigas a raya, Piyassili gobernaba muy al oeste del Éufrates. Mursili podría servir, pensó. Al final, envió a Zannanza. El más joven, el menos experimentado. «Al menos no tendrás que casarte con tu abuela», se había reído su padre. «Tiene más o menos tu edad, aunque su linaje de más vueltas que las riendas de un caballo».


Y ahora todo se había terminado. El novio yacía muerto en el camino con su comitiva hecha pedazos a su alrededor y los atacantes habían desaparecido de nuevo en el silencio seco al este del camino de Horus.


A lo mejor la reina había cambiado de parecer y había encontrado un marido mejor. ¿Era más fácil matar al novio que mandarlo de vuelta a casa, sin casar y despreciado? ¿Era más fácil hacer esto que admitir que habían obligado a la gran reina a casarse con un sirviente, o que el nuevo faraón había usurpado el trono?


Tengo miedo, había escrito ella.


Mientras cabalgaban de Hattusa a Waset, Zannanza se había imaginado la vida del consorte: dos adolescentes solos y asustados entre conspiradores. Había creído que sería llevadero y provechoso para todo el mundo. Ahora se pregunta, ¿por qué lo había puesto su padre en tal situación?


Y aquí está por fin el pensamiento que el alma de Zannanza no quiere pensar, y es este: que el padre que le había dado la vida se la acababa de quitar. Su padre había ascendido al trono hitita mediante el asesinato. Bajo su gobierno, su pueblo se había expandido y había conquistado más que nunca. Supiluliuma consumió reinos igual que la arena consume ríos. Zannanza piensa que puede que su padre hubiese fijado por fin la vista en Egipto. No como una cooperativa vecina gobernada por su hijo sino como un Estado vasallo bajo la corona hitita tras la guerra. Una guerra provocada por el ultraje: el asesinato de un príncipe hitita.


Tengo miedo, había escrito ella.


Familias, piensa. Deberías tener miedo.


Los más afectados por los acontecimientos son los que menos control tienen sobre ellos. Son los que menos saben de lo que pasa realmente. Esto es ser un príncipe y no tener poder: estás a pocos días de un trono y, en un suspiro, no eres más que sangre que se seca en la arena.


Por fin se acercan. En un remolino de sol y polvo, dos mujeres se acercan sin prisa por el camino hacia él. Más grandes que cualquier mortal, más brillantes y reales que el propio desierto que empieza a desvanecerse, lo saludan. Istustaya y Papaya, que hilan los destinos y acaban de cortar el suyo.


Él les hace una reverencia.


—Ven, príncipe —no sonríen, pero tampoco están serias. Simplemente son, como el destino.


—¿Puedo saber quién lo hizo? —dice Zannanza.


—¿Acaso importa? —dice Papaya.


—Ya está hecho, está en el pasado —añade Istustaya.


—¿Fue Ay? ¿O Horemheb? ¿Fue mala suerte, o acaso Anksenamón cambió de idea? ¿Fue… fue mi padre? ¿Lo volveré a ver?


—Volverás a verlo —dice Istustaya.


—Pronto —añade Papaya.


Mientras se aleja de la última escena de su vida, ve el resultado de todo este asunto porque el tiempo a empezado a discurrir otra vez, y se está alejando igual que cuando te alejas de un friso y ves más y más cuanto más lejos estás.


Ve la ira de su padre por la carta que le informa de la muerte de Zannanza. Ve nuevos ataques del ejército hitita a ciudades egipcias para vengar la muerte de Zannanza. La captura de prisioneros egipcios que traen una enfermedad que se extiende por ambos imperios. Ve a su padre, que muere en la plaga. Ve a su hermano que también muere en la plaga.


Se ve a sí mismo, una figura diminuta entre las hilanderas del destino que desaparece en la oscuridad del tiempo.



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