Historical & Mythological Short Fiction

Ink of Ages Fiction Prize

World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest

Primer premio de la categoría juvenil 2025

Sophia Campbell

Sophia Campbell es una estudiante en su penúltimo año de instituto a la que le apasiona escribir. Ha publicado tres novelas y también ha recibido varios premios por su labor literaria, entre los que se incluye la medalla de plata Scholastic Silver Key —que la reconoce como subcampeona de su región en unos prestigiosos galardones para artistas y escritores adolescentes de los Estados Unidos y Canadá—. Además, se está formando como bailarina profesional de ballet y ha actuado en distintas producciones del Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas de Washington D. C.


Olvidar se inspira en las redes de internados obligatorios para menores de las comunidades indígenas que operaron tanto en los Estados Unidos como en Canadá con fondos de sus respectivos Gobiernos desde el siglo XIX hasta bien entrado el XX.


Con su relato Olvidar, Sophia Campbell es la vencedora en la categoría juvenil del Premio «Ink of Ages» de Ficción (edición 2025) de narrativa corta histórica y mitológica, que organiza la Enciclopedia de la Historia del Mundo con el patrocinio de Oxford University Press.

por Sophia Campbell, traducido por Eva Bruzos Bruyel

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Olvidar

Tenía doce años cuando me despojaron de mí misma.


La separación había venido anticipada por murmullos de palabras extrañas a mi lengua lakota, unas sílabas que no sabía definir, pero que reconocía como el preaviso de algo siniestro: «asimilación», «internado»… Mahkah y yo nos abrazamos muy fuerte aquellos últimos días, en espera de ese cambio que sentíamos aproximarse a las llanuras del norte de nuestro hogar. Cuando los hombres blancos uniformados dieron con nuestra tribu y reclamaron a los niños, nos encontraron aferradas a la mano de nuestra iná y nuestro até.

—¡No! —gritó Mahkah entre sollozos mientras la agarraban—. ¡Dejadme!


Nos hacinaron en el interior de unos carruajes tirados por caballos como si fuésemos carga, paquetes sellados con un destino a una docena de vidas de distancia. El viaje que vino a continuación fue un batiburrillo de ríos serpenteantes y praderas cimbreantes que se emborronaban revolviéndonos el estómago. A su conclusión, a las dos hermanas nos dejaron ante el inmenso edificio de una escuela. La certeza de que no vería mi hogar en mucho mucho tiempo fue un jarro de agua fría, la gota que colmó el vaso de mi corazón lleno de ansiedad, que se hundió definitivamente.


A mi lado, Mahkah temblaba. Nuestras manos permanecieron entrelazadas mientras arrastrábamos los pies por del sendero, con la mole del internado cerniéndose sobre nosotras. Allá a lo lejos, unos niños se ocupaban de los campos. Tenían el mismo pelo moreno liso y la misma piel ambarina que nosotras, pero con una notable diferencia: sus rostros parecían ajados y cansados, envejecidos por el estrés de algo que yo aún no sabía descifrar.

–—Voy a echar a correr —me susurró Mahkah, sin aliento.

—No —la urgí—. No sabemos qué es lo que van a hacer.


Nada más llegar, nos transformaron físicamente. Primero, fue nuestro pelo. Cuando Mahkah vio las tijeras, rompió a llorar. Yo también ansiaba protestar, pero una furibunda mirada admonitoria de una de las monjas silenció mi lengua petulante. Las mujeres que estaban a cargo —las «hermanas», así debíamos llamarlas— no perdieron el tiempo y nos recortaron nuestras largas cabelleras hasta la cintura justo por debajo del mentón.


Ese fue el primer pedazo de mí que perdí. Durante los meses que siguieron, fragmento a fragmento, me perdería por completo.


* * *

Aquí en la escuela, nos enseñaron a olvidar. Debíamos olvidar nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestra tribu y nuestra lengua indígena. Nos ocupábamos de los cultivos y de los animales; fregábamos las tablas del suelo hasta dejarnos las manos en carne viva; y pulíamos los cristales de las ventanas hasta dejarlos relucientes. Un día sí y otro también, debíamos olvidar nuestras vidas pasadas y consagrar toda nuestra energía a la escuela.


A Mahkah le costaba adaptarse: a menudo volvía a las palabras en lakota y se negaba a hacer las tareas domésticas. Las monjas jamás dudaban en pegarle tras el más leve desliz, inmisericordes a sus agónicos aullidos de dolor. Con el tiempo, con cada castigo violento, yo sentía vacilar su llama, flaquear la tenacidad de su espíritu.


Un día, en los campos de fuera, a Mahkah la picó un insecto que le dejó un sarpullido rojo y rabioso a lo largo del brazo. El malestar inicial se transformó en mareos insoportables y dolores de cabeza martilleantes. Les supliqué a las monjas que la ayudasen, pero nadie le prestó la menor atención al sufrimiento de Mahkah. Ella necesitaba asistencia inmediata; yo ya no podía esperar más.


Esa noche, mientras me afanaba en encontrar acomodo para dormir sobre la rigidez del somier, decidí que ya no aguantaba más. Las monjas se habían olvidado de trabar una de las ventanas del dormitorio: yo sentía la suave brisa nocturna erizándome el vello de los antebrazos, tentándome desde allá fuera hacia la libertad. Sabía que, si conseguía escapar, ya no tendría que olvidar más. Pero sobre todo, y más importante, que podría conseguir ayuda para Mahkah.


Miré a mi hermana, dormida en el catre de al lado.

—Esto no es un adiós —susurré—. Volveré por ti.


De puntillas, caminé sigilosamente hasta la ventana. Atenta a cada sonido aislado, me aupé por encima del alféizar y me lancé; mi cuerpo fue a impactar contra las maderas del patio, instante preciso en el que salí disparada sin mirar atrás. Corrí atravesando extensiones de campos de cebada. Corrí por el bosque, trastabillando con raíces invisibles. Corrí bordeando arroyos y riachuelos. Corrí y corrí sin parar.


Se me ocurrió, en plena fuga, que la escuela no me lo había arrebatado todo, ya que no me había olvidado de correr.


* * *

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había sentido la furia del calor de Arizona. Los moratones del exterior hacía mucho que se me habían borrado y el pelo me había vuelto a crecer por debajo de la cintura. Después de huir, me había pasado muchas semanas sola en el bosque sin tener ni idea de dónde me encontraba. Sobrevivir no era difícil —sabía qué bayas eran seguras y qué raíces comestibles—. Pero no podía vivir así para siempre y, al final, di con las gentes del pueblo arapaho. Su jefe, en un acto de gentileza que puede que me haya salvado la vida, me llevó a caballo de vuelta a las Grandes Llanuras, en cuyas Colinas Negras residía mi pueblo. Al reencontrarme con mi iná y mi até, no tuve más remedio que comunicarles la terrible noticia: habían pasado casi dos meses desde mi fuga y, a aquellas alturas, sabía que era demasiado tarde para salvar a Mahkah.


Ya han transcurrido dos décadas desde entonces. Tardé justo ese tiempo en armarme de valor para volver a la escuela. Y, cuando lo hice, fue con un firme propósito.


Nada más llegar, me apresuré a pasar de largo por delante del edificio de la escuela y me puse a deambular por los prados. Se me subió el corazón a la garganta cuando lo vi: en la esquina más lejana de la propiedad, un pequeño racimo de lápidas resquebrajadas asomaba tímidamente del suelo. Mis ojos vidriosos recorrieron las inscripciones de «MARY»… y «JOHN»… y «BRIDGET»…, hasta que por fin me decidí por una losa en particular. Sobre su faz aparecía grabado precipitadamente el nombre que le habían dado en inglés a Mahkah. La negligencia de las monjas la había matado, como a innumerables tantos otros como ella. E, incluso tras la muerte, los habían dejado revestidos de una identidad que no era la suya.


Habían tratado de obligarnos a olvidarnos de nosotros mismos, de nuestros nombres y de nuestras tierras ancestrales —y quizás en mil años el mundo nos olvidaría por completo—. Pero yo era una lakota. No me había olvidado de mí misma. Y nada ni nadie me podrían hacer jamás olvidar a mi hermana.

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