Historical & Mythological Short Fiction
World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest
Segundo Premio 2024
Enhorabuena a Jenyth Evans, cuyo relato «Mirrina» ha ganado el segundo premio de la edición de 2024 del Ink of Ages Fiction Prize, una competición de relato corto histórico y mitológico organizada por World History Encyclopedia y patrocinada generosamente por Oxford University Press.
por Jenyth Evans, traducido por Rosa Baranda
Homero cantaba sobre los elegidos por los dioses: armaduras relucientes en la batalla, discursos heroicos, debatiéndose entre una larga vida o una muerte gloriosa. Pero nunca decía ni mu sobre cómo rodeaban la mierda de caballo por la calle.
Pasé por encima de otra pila más en el camino y me bajé el velo un poco más. El sol se burlaba de mis intentos de darme sombra, y parecía calentar más intensamente que nunca. La arenilla y polvo que despedían los carros que nos adelantaban se me iba pegando a la cara, y se me metía en la nariz y los ojos.
—Para qué dejaría a Padre y a Cinesias que pusieran mi nombre... —le susurré a Lisíades. Mi hermano bajó la mirada y me ofreció el pellejo casi vacío de agua en silencio. Lo aparté, así que se lo llevó él a los labios. Y, frente a nosotros, las puertas de la ciudad se iban imponiendo, cada vez más cercanas.
Atenas siempre había sido parte del horizonte. De niños, cuando jugábamos en las terrazas, Lisíades y yo podíamos tapar la acrópolis con una sola mano. Habíamos visto cómo iba creciendo el Partenón, año tras año, como una pequeña mota de polvo en la cima, cual escarabajo que se aferra a un saliente. Había parecido tan distante. Padre solía ir allí de viaje cuando éramos pequeños. Llenaban los carros con vasijas de aceite de oliva, cultivadas en los árboles por los que trepábamos. Padre declaraba, orgulloso, que era para los atletas del gimnasio. A la vuelta me traería un pañuelo nuevo, o un caballo de madera para Lisíades. Pero entonces llegó la guerra. Y los espartanos, del Peloponeso. Y el hedor a madera quemada durante meses en el pelo, la ropa y en nuestras pesadillas.
Lisíades permaneció en silencio a medida que recorríamos las calles del Cerámico, cosa de la que me alegraba por dentro. Desde que llegara aquel mensajero a nuestro demo, llamando a «¡Mirrina, hija de Calímaco!» Padre parecía estar poseído. «Atenea. La mismísima Atenea nos ha elegido», susurraba de vez en cuando, apretándome la mano un poco. Nos, pensaba yo de mal humor. No yo. En defensa suya, casi ni me acordaba del día en que escribieron Mirrina en un pinakion para el mismo mensajero, que se lo había guardado y había salido al galope en dirección a Atenas. Y ahora me alegraba de que nadie estuviera mencionando a Atenea. O cuánto honor iba a brindarle a la familia, o que Tique finalmente nos sonreía: incluso mientras nos acercábamos a la causa misma de las divagaciones alborozadas de Padre.
Le tocó a Lisíades acompañarme a Atenas: Cinesias había salido una semana antes para preparar los aposentos en casa de su tío. Me había ido mejor de lo que nadie esperaba cuando me casé con él, pero la carpintería no era suficiente como para soñar siquiera con alquilar un caballo. Así que ahí estaba: en mi larga caminata intentando no sudar el peplo. El calor del sol radiaba de las estelas al borde del camino a medida que avanzábamos lentamente y me permití estudiar algunas de ellas. Aquí y allá había mujeres talladas en los bloques de mármol. Tenían rizos hermosos e increíblemente simétricos recogidos en la cabeza. Una levantaba un collar de una caja sostenida por una niña la mitad de grande que ella; esta llevaba la cabeza cubierta con un tocado. Otra acariciaba la mano de su hijo mientras se marchaba hacia su propia muerte, para siempre atrapada en ese momento de darse la vuelta. Absorta en estas figuras, de repente me di cuenta de que Lisíades ya estaba pasando por la mismísima Dípilon. Me recogí el peplo con una mano y corrí tras él.
—Cinesias dijo que continuáramos por el mismo camino —le dije cuando lo alcancé, a pesar de que él ya lo sabía. Pasamos junto a un grupo de mujeres que llevaban pesadas vasijas sobre la cabeza, el sudor brillando en sus frentes—. Deberíamos atravesar el mercado.
Que estaba más abarrotado que las orillas de Estigia. Había más gente de la que había visto en toda mi vida clamando, gritando y vociferando a la vez. Lisíades apartó a los vendedores con un gesto y se abrió camino hacia la acrópolis, ignorando las telas, la comida, los juguetes. Ahora podíamos ver unas escaleras talladas en la pendiente que zigzagueaban hasta llegar a los propileos.
—¿A lo mejor así es más fácil subir? —preguntó Lisíades con sequedad. Dejé que mi cara le transmitiera mi respuesta poco impresionada y se sonrió, dándome una palmadita en la espalda. La subida no habría sido tan agotadora si hubiese sido lo único que hubiésemos hecho ese día. Pero tras echar a andar en una caminata interminable a la salida del sol, tuve que forzarme a subir los últimos escalones.
Cuando me di la vuelta para apreciar lo lejos que habíamos llegado, con la respiración entrecortada, no pude resistirme. Toda Atenas se extendía frente a mí. El Pireo resplandecía más allá y los barcos, como motas, salpicaban la superficie del mar. El mar. A tiro de piedra. Los Muros Largos se extendían frente a mí, llamándome a la costa: un camino seguro de ida y vuelta. Siempre que quisiera.
Cuando me giré para señalarle los barcos a Lisíades, algo me golpeó en la espalda. Una adolescente, con los brazos enredados en una tela cuidadosamente bordada, estaba agachada en las escaleras tras tropezar conmigo. Me miró, con un leve terror en la mirada, mientras se enderezaba.
—Por los dioses, mira por dónde vas, niña.
Una voz tosca dijo por detrás de ella. La dueña era una mujer con un velo tan fino que parecía casi transparente. Su pelo apenas era visible a través, por lo que pude apreciar que lo llevaba recogido como las mujeres de las estelas de antes: su expresión también era tan fría como la de las caras de mármol. Un hombre silencioso la acompañaba. Estaba mirando más allá de nosotros, con su expresión fija en una mirada de aburrimiento, pero su mano descansaba tranquilamente sobre una espada corta que colgaba de su cintura.
—Inútil... —murmuró la mujer entre dientes, agarrando el bulto de las manos de la chica—. Regresa adonde los Filaidas y esta vez carga con algo que sí que puedas llevar. Date prisa.
La chica hizo una reverencia y murmuró «Sí, sacerdotisa», y salió corriendo. Mientras tanto, la sacerdotisa ya nos estaba mirando a Lisíades y a mí con una ceja arqueada.
—Tú mismo —arrojó la tela sobre las manos de Lisíades, mirándolo directamente a los ojos—. Tu sacerdotisa de Atenea Polias te ordena que lleves esto —sin una palabra más, nos empujó para abrirse paso y empezó a adentrarse en la acrópolis.
Lisíades seguía parado, con los brazos llenos, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. Empecé a gruñirle:
—No tenemos tiempo—
—¡Daos prisa! —la misma voz volvió a llamarnos, pero no se dignó a darse la vuelta—. Esa tela no va a llegarle sola a la nueva sacerdotisa.
Me quedé de piedra. Lisíades se dio la vuelta y nos miramos el uno al otro. Se le dibujó una sonrisa en la cara y me di cuenta de que se la devolví, a pesar del corazón que me latía rápidamente en el pecho. Conocía esa mirada. Era la misma que me echaba cuando nos colábamos en el viñedo de la vieja Antióquida y nos atiborrábamos a uvas hasta ponernos malos. Echó a andar para alcanzar a la mujer y yo me apresuré tras él.
Lisíades se aclaró la garganta cuando llegó a su altura.
—¿La nueva sacerdotisa?
—De Atenea Niké —le echó una mirada a Lisíades por el rabillo del ojo—. ¿No te has enterado? Es la comidilla de la ciudad, como si no hubieran hecho falta años de discusiones para financiar su mísero sueldo. Y ¿para qué? —bufó—. Dioses, dadme paciencia. Lo último que necesitamos es una pueblerina atolondrada metiéndose en nuestros asuntos sin tener ni idea de lo que está haciendo —le hizo un gesto al hombre que la seguía y este se adelantó entre la multitud arremolinada en torno a los propileos. Se apartaron ante su imponente presencia y él hizo pasar a la sacerdotisa. Lisíades y yo nos apresuramos detrás suyo.
—Ya ha empezado a robar algunas ofrendas —continuó con desdén—. Durante años las mujeres de los Filaidas les han dedicado sus labores a las Eteobútadas de Atenea Polias. Pero ahora pierden la cabeza por las otras familias para cubrir de lujos esa horrible estatua nueva —tiró un poco de la tela que llevaba Lisíades en los brazos; torció la boca, asqueada, antes de dejarla caer de nuevo, como si se le pudriera entre los dedos—. Sinceramente, me alegro de no tener que quedármelo.
Al salir de los propileos, la refrescante sombra dio paso de nuevo al sol abrasador. Sin darme cuenta me paré en seco, admirando el mismísimo templo de Atenea Niké. Su mármol prístino brillaba con la luz. Los escudos ganados en la última victoria en Pilos colgaban del bastión que lo rodeada, relucientes como un halo de estrellas. Las puertas estaban abiertas de par en par para dejar entrar el calor. Y dentro podía entrever el marfil tenue y pálido de la estatua de la propia Atenea.
—Ah, Lisímaca —una voz nueva rompió mi breve ensoñación y un hombre vestido con un quitón impoluto salió de la entrada del templo—. Muy amable de tu parte traer tú misma las ofrendas.
Lisímaca bufó otra vez, de alguna manera mirando por encima del hombro a aquel hombre que le sacaba 15 centímetros.
—¿Todavía estás esperándola, Calias? A lo mejor ni se molesta en venir.
—Al contrario —Calias había mirado más allá de ella, en dirección a mí—. Saludos, sacerdotisa. Bienvenida a la ciudad: confío en que el viaje haya sido agradable.
Lisímaca se dio la vuelta tan rápido que el velo se le resbaló un poco. Dejó expuesto un único mechón rebelde que le cayó por encima de los ojos, abiertos como platos, confundidos. Me limpié el sudor y el polvo de la cara con el dorso de la mano, dejé que se me dibujara una sonrisa radiante en la cara, di un paso adelante y tomé la mano de Lisímaca.
—Encantada. Yo soy Mirrina, la nueva sacerdotisa de Atenea Niké. Elegida por la propia Atenea, debería añadir.
Conseguí decir la mitad de la primera frase antes de que Lisímaca se desprendiera de mi mano y escuchara el resto espantada. Se volvió hacia Calias y tartamudeó una palabra antes de espetar:
—Esto tiene que ser alguna broma: me ha oído hablar del templo, no puede ser… —mientras apuntaba frenéticamente a mi polvoriento peplo, a mis sandalias desgastadas, mi atuendo al completo—. ¡Esta no puede ser la sacerdotisa!
—Me temo que la conocí en persona en su demo, hace cosa de un mes. Para ultimar los detalles prácticos, ya sabes —la sonrisa de Calias tenía aire de una educación fingida, muy practicada. Sus ojos se encontraron con los míos un segundo antes de regresar a la cara sonrojada de Lisímaca.
—Te puedo enseñar el nombre de mi padre en la lista de ciudadanos, si quieres comprobarlo —añadí, en el mismo tono que Calias. Retrocedí hasta donde estaba Lisíades, tomé la tela de sus brazos y me la apreté contra el pecho—. El aire del campo es tan refrescante en esta época del año.
Lisímaca dirigió la mirada entre nosotros, con la mano que había le estrechado apretada en un puño. Al rato pasó furiosa a mi lado, con su hombre sombra siguiéndole el paso. Por un instante, vi un asomo de sonrisa en la mandíbula estoica del hombre, y después ambos se marcharon.
Al verlos irse, respiré hondo, mareada. En el camino los nervios me habían hecho un nudo en la boca del estómago; pero lo absurdo de esta presentación lo había desecho por completo. Puede que Padre pensara que era para él. Para nuestra familia. Y, al final, puede que eso sea todo lo que nadie recuerde de mi paso por aquí. Pero, por ahora, iba a hacerlo mío.
Me volví hacia Calias, sonriendo todavía.
—¿Un poco de agua fresca para la nueva sacerdotisa?