Historical & Mythological Short Fiction
World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest
Tercer Premio 2024
Enhorabuena a Bill C. Wilson cuyo relato «Un asunto de risa» ha ganado el tercer premio de la edición de 2024 del Ink of Ages Fiction Prize, una competición de relato corto histórico y mitológico organizada por World History Encyclopedia y patrocinada generosamente por Oxford University Press.
por Bill C. Wilson, traducido por Rosa Baranda
Loos, Francia
Día de Todos los Santos, 1915
La ofensiva inicial en Loos había sido una catástrofe para el alto mando británico porque, tras sesenta mil bajas, no habían ganado ni un palmo de tierra. Estaban aprendiendo a marchas forzadas las duras lecciones del frente occidental y harían falta más que ilusiones en las salas de decisión para salir del estancamiento. Los hombres de las trincheras tendrían que arrimar el hombro, y la Fuerza Expedicionaria Británica estaba dispuesta a ello.
En lo que a los soldados disponibles concernía, el soldado raso Gerald Sinsazón dejaba mucho que desear. Ya lo habían eximido anteriormente de la infantería por ser zambo, descartado del Departamento de artillería por ser daltónico y rechazado por el Cuerpo de comunicaciones por sus frecuentes ataques de dislexia. Una investigación más exhaustiva había dejado al personal de la oficina de reclutamiento preguntándose cómo había conseguido llegar siquiera al continente. Con todo ello, ahora Gerald se encontraba en el continente, y a pesar de todos sus fallos no le faltaba ni patriotismo ni compasión con sus camaradas, lo que hizo que lo nombraran ordenanza para el Cuerpo médico del Ejército Real.
Las primeras horas de la mañana antes de la siguiente incursión programada veían un frenesí de preparativos de última hora, y el Cuerpo médico no era una excepción. Las provisiones casi se habían agotado para cuidar de los heridos y el reabastecimiento había sido del todo insuficiente.
—¡Soldado Sinsazón! —gritó una orden desde dentro de la estación de vendaje avanzada. Gerald sacudió su taza recién hecha de té de lluvia, tirándosela por todo el uniforme. Se apresuró a entrar en la tienda y se puso firme justo a la entrada. Una figura alta y bigotuda se giró para mirarlo y después se quitó las gafas para lanzarle una mirada severa e impaciente. Sinsazón no se dio cuenta.
—¡Sí, señor! —gritó.
—Sinsazón —dijo el mayor Sterling, el oficial médico superior del batallón—. Dos de los dispensarios del regimiento tienen pocos vendajes. Encontrará más al fondo de la estación de vendaje. También necesitaremos abundante inhalante anestésico. Traiga todo lo que pueda enseguida.
—¡Señor, sí, señor! —exclamó Sinsazón con un saludo, saliendo de la tienda y dirigiéndose inmediatamente al fondo entre el bullicioso tráfico de carretas y gente a pie que se movía por el estrecho camino embarrado en la oscuridad previa al amanecer. No había llegado muy lejos cuando sintió un apretón de incertidumbre intestinal.
—Ay señor, ahora no —susurró, buscando desesperadamente una letrina.
Es una condición de vida que las tropas del frente conocían demasiado bien. Gerald había oído a uno de los soldados llamarlo los "retortijones" de Bruselas; a lo mejor las nubes de lluvia procedentes de Bélgica le habían estropeado realmente el té. Fuera como fuese, pronto se vio obligado a abandonar el camino y buscar el cráter vacío de un proyectil.
Una vez terminada esta desagradable historia, Gerald salió trepando del empapado descampado y volvió a salir al camino, aunque en un punto desconocido. Frente a él había un cruce muy transitado de varios caminos embarrados que partían en diferentes direcciones hacia la oscuridad. No había ninguna señal a la vista ni ningún punto de referencia que le sonara.
¿Cómo he conseguido perderme? pensó, totalmente desorientado. Agarró del brazo a un soldado que pasaba en dirección al frente.
—¿En qué dirección voy a la estación de vendaje principal?
—Piérdete —le espetó el hombre y siguió caminando sin siquiera mirarle. Gerald se encogió de hombros.
—¿Me puede indicar alguien cómo llegar a la estación de vendaje? —preguntó al mundo en general, buscando desesperado cualquier cosa que reconociese.
—¡Eh! —oyó a lo lejos. Gerald apenas atisbó una mano que le hacía señales desde el otro lado de la encrucijada. Se fue abriendo camino entre el tráfico hasta que llegó a un señor mayor y bajito parado junto a un carro lleno tirado por una burra vieja y demacrada. Gerald le estrechó la mano con entusiasmo.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó el hombre, casi a gritos.
—Necesito suministros de la estación principal de vendajes; me llamo Gerald Sinsazón.
—Muy buenas, Sinrazón —respondió el hombre—. Yo soy Sullivan y esta de aquí es Fiona —le dio una palmadita en la grupa a la burra y le ofreció una sonrisa desdentada—. Supongo que nos podemos ayudar mutuamente. El carro se me está resbalando en el barro; si me ayudas a llevarlo hasta el cuartel general del batallón, yo te ayudo a llevar lo que necesites al frente.
—¡Santo cielo, sin duda! —dijo Gerald con entusiasmo mientras agarraba las riendas que colgaban del hocico de Fiona y tiraba de ellas suavemente. La burra no cedió. Sullivan lo miró inexpresivamente.
—Es que esta no se mueve hasta que no le acaricias la tripa y le susurras su nombre al oído.
Gerald miró confundido a la burra, y empezó a inclinarse hacia ella, cuando el viejo le quitó las riendas de la mano.
—Te estoy tomando el pelo, tarugo —se burló, y empezó a tirar de la burra—. No le gustan los extraños. Además, ambos estamos casi sordos después de semanas y semanas de bombardeos. No oigo ni mu. Vete por detrás y vigila que no se vaya a la zanja —Sullivan sacudió las riendas y Fiona echó a andar obedientemente.
Por suerte para Gerald, el cuartel general estaba solo un poco más adelante; sabía que si no regresaba pronto Sterling se lo haría pagar caro. Los hombres descargaron el carro rápidamente, tras lo cual Sullivan, hombre de palabra, llevó a Sinsazón a la estación de vendaje. Encontró los apósitos que necesitaba en la parte delantera, así como docenas de cajas llenas de bombonas de óxido nitroso para la anestesia. Las cargaron en el carro y condujeron a Fiona por el camino, avanzando lentamente por el barro hacia el frente.
Cuando llegaron a la estación avanzada, los hombres llevaron el carro a un lado del camino, haciendo sitio para los soldados de infantería que iban llegando, cada vez más numerosos a medida que corrían hacia las trincheras. Gerald entró en la tienda y se dio de bruces con la reprimenda de Sterling.
—Sinsazón, ¿qué le ha llevado tanto tiempo? —le gritó.
—¡Lo tengo todo, señor! —Gerald saludó con una sonrisa.
—Póngalo allí en la esquina, dese prisa —indicó Sterling, apuntando al otro lado de la tienda.
Justo en ese momento se oyeron varias explosiones fuertes provenientes de las líneas del frente. Todo el mundo se quedó parado a la vez, a la espera de otra salva. Pero no se produjo ninguna. Se podían oír gritos desde la calle mezclados con el relinchar de los caballos sin duda espantados por las explosiones. Gerald salió de la tienda y miró hacia donde había dejado a Sullivan y Fiona, pero no los encontró por ninguna parte. Presa del pánico, corrió por la carretera buscándolos frenéticamente, incapaz de distinguir ninguna cara conocida entre el alboroto causado por las bombas. Justo cuando empezaba a perder la esperanza, Gerald atisbó un carro cargado en un espacio entre un par de tiendas de las tropas y corrió hacia él lleno de júbilo.
—¿Sullivan? —llamó Gerald, pero no hubo respuesta. Examinó el carro, que tenía cajas llenas de bombonas. Después miró al burro. Ciertamente se parecía a Fiona, aunque supuso que, en la oscuridad, todos los burros se parecían. Gerald fijó la mirada en sus ojos oscuros.
—¿Fiona? —susurró Gerald. El animal lo miró un momento y sacudió una oreja.
—¿Te has vuelto loco? —le dijo una voz. Gerald se dio la vuelta y descubrió un soldado al que no conocía que lo había estado observando mientras inspeccionaba el burro y su carga.
—Creo que no —dijo Gerald—, pero no estoy seguro de que este sea mi burro. Bueno, no mi burro; el burro correcto.
El soldado se lo quedó mirando, sin saber qué decir. Gerald metió la mano en una de las cajas y sacó una bombona. Tenía una marca de una cruz, pero al contar solo con la luz tenue de la luna, era difícil distinguir qué más ponía. Le enseñó la bombona al soldado.
—¿Me puedes decir si la cruz es roja? —preguntó Gerald—. Soy daltónico.
—Chaval, son las dos de la mañana —le contestó el otro—; a estas horas todos somos daltónicos.
El soldado dejó solos a Gerald y al animal y se marchó en dirección al frente. Gerald volvió a llamar a Sullivan, pero al no obtener respuesta alguna, agarró las riendas y se apresuró de regreso a la estación médica.
El bombardeo de artillería británica comenzó a las 4 de la madrugada y no cesó hasta la salida del sol. Cuando finalmente disminuyó el fuego y se tuvieron en cuenta los vientos dominantes, se dieron órdenes en todo el frente de proceder a la liberación de gas cloro. Las tropas se pusieron las mascarillas protectoras, abrieron los contenedores y miraron mientras el viento se llevaba las gruesas columnas de vapor amarillo nocivo al otro lado del descampado hacia las trincheras alemanas. Entonces empezó la cuenta atrás para que la infantería avanzara.
La ansiedad dentro del cuartel general británico alcanzó su punto álgido cuando sonaron los silbatos que indicaban el comienzo del asalto por tierra. Los cronómetros comenzaron a contar, seguido al poco de las ametralladoras alemanas de defensa. Los segundos se ralentizaron hasta parecer horas.
De repente, un teniente irrumpió en la tienda de mando, sin aliento tras venir corriendo desde el puesto de telégrafos.
—¡Hemos hecho un avance, señor! —exclamó—. ¡Hemos abierto una brecha en las líneas alemanas, de cien yardas de ancho!
El general miró asombrado al hombre y luego se miró el reloj; no habían pasado más de cinco minutos desde que la primera oleada avanzara.
—¿Cómo es posible? —tartamudeó el general—. ¿Cómo han establecido las comunicaciones tan rápido? ¿Y qué hay de las víctimas?
En ese momento, el teniente pareció titubear.
—Cero bajas registradas, señor —dijo.
—¿Cero? —el general estaba atónito—. ¿Cómo que cero?
—El batallón que llegó a las líneas alemanas lo logró sin resistencia, señor —continuó el teniente—. Han capturado cuatrocientos prisioneros alemanes y seis puestos armados. El informe decía que el enemigo no se vio afectado por las bombas o el gas, pero que parecía intoxicado, alguna clase de estupor. Se estaban—
—¿Se estaban qué? —vociferó el general.
—Se estaban riendo, señor —dijo el teniente. Todo el personal presente empezó a mirar alrededor, sin saber qué decir.
Las noticias del avance empezaron a extenderse rápidamente desde el frente. Empezaron a oírse vítores y aplausos animados entre las filas, que acabaron llegando hasta el puesto médico. Las enfermeras se abrazaron, los camilleros cantaron eufóricos, y Gerald salió corriendo para disfrutar de la primera buena noticia que tenían en semanas. Su deleite se interrumpió cuando de repente escuchó la voz de Sterling desde dentro del puesto.
—¡Santa madre de Dios! ¿Qué hacen aquí todas estas bombonas de gas cloro? ¿Y dónde demonios está el gas hilarante? ¡¡SINSAZÓN!!