Historical & Mythological Short Fiction
World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest
Tercer Premio 2025
Richard dejó su trabajo de oficina hace unos años y comenzó a dedicarse a la escritura al tomar clases de Escritura Creativa en Guildford, Inglaterra. Su interés se centra en la ficción histórica y algunas historias de fantasía, con varias de sus historias cortas ya publicadas. El camino menos transitado de la historia antigua se ha convertido en una fascinación particular. Sus relatos tienden a explorar temas inspiradores en medio de los tiempos algo turbulentos que vivimos.
Su relato Luz radiante (Shining Light) está inspirado en la construcción del faro de Alejandría.
Las ráfagas del sol matutino se filtraron entre las cortinas, avanzaron sigilosas por el suelo como un intruso furtivo y fueron a posarse sobre su almohada. Un quejido escapó de Sóstrato cuando apartó la cabeza de la luz. Llevaba demasiado tiempo tendido de espaldas, con la mirada fija en el techo, incapaz de moverse. Hacía ya un rato que Despina había despertado, y el aroma del pan matutino recién horneado flotaba por la casa en una danza envolvente.
¿Qué me aflige? ¿Acaso me aqueja alguna enfermedad? ¿O será que los espíritus malignos han drenado mi energía y me han despojado de ella? Como hombre de ciencia, ansiaba respuestas. Su vida estaba regida por la causa y el efecto, los problemas y sus soluciones y los enigmas que exigían ser resueltos. Y, sin embargo, ahí yacía, incapaz de levantar siquiera un brazo. Como si la propia naturaleza, en un cruel acto de burla, se hubiera asentado sobre su pecho para desmontar su visión del mundo.
—Sóstrato, si sigues ahí tumbado, te pondrás rancio antes que el pan —dijo Despina al entrar en la habitación. Se plantó junto a él, con las manos en la cintura. Su tono era de reproche, pero en sus ojos oscuros vio preocupación, con el ceño fruncido y el cabello dorado enmarañado.
—No logro… solo necesito un poco más de tiempo.
Despina se sentó al borde de la cama y tomó su mano entre las suyas, acariciándola suavemente con el pulgar.
—Deberías renunciar a esa condenada comisión, no te ha traído más que problemas. Trabajas a todas horas como si los dioses no te concedieran descanso y pasas largas noches en vela. Ni siquiera tienes fuerzas para comer. Mírate, eres la sombra del hombre con el que me casé. ¿Y todo para levantar ese maldito faro que a nadie le importa?
Sus palabras hicieron mella en él. Sóstrato se incorporó apoyándose en los codos.
—No es un maldito faro, será un faro para el pueblo, un símbolo de la prosperidad de nuestra nación. Una señal para todo viajero que llegue a estas costas de que es bienvenido en nuestra tierra…
Su rostro se suavizó y Despina dejó caer su mano sobre la cama con una sonrisa mordaz.
—Pues este viajero no volverá a ser bien recibido en mi cama, a menos que mueva su trasero flaco de una vez.
Sin decir más, salió de la habitación. Sóstrato sintió una ligera sensación de alivio y pudo mover las piernas. Durante el último año, su esposa había sido su salvación. Claro que tenía razón. Sabía que su trabajo lo estaba desgastando y no tenía a nadie con quien compartir esa carga.
En un principio, los poderosos y los ilustres de Alejandría no hicieron más que ofrecer palabras de aliento. Le aseguraron que no estaría solo. —Te acompañaremos en todo lo que venga—. Todos habían prometido su apoyo: desde la sociedad de arquitectos hasta los líderes de los gremios comerciales, e incluso la misma Corte Real.
Se levantó de la cama con esfuerzo, estiró los brazos y dejó salir un “ja” burlón. El respaldo que le habían prometido parecía más esquivo de lo esperado. Quizá se debía a la magnitud del proyecto. Quizá una tarea de tal envergadura siempre traería consigo unas cuantas disputas. No, esa palabra no le hacía justicia: maquinadores, traidores, pendencieros. Esos hombres mezquinos y traicioneros e interesados solo por el dinero se han vuelto seres vengativos e insoportables y unos verdaderos estorbos… Se detuvo. A su manera tan peculiar, Despina le había recordado el orgullo que sentía por ese proyecto, así que se volvió a levantar y decidió que seguiría adelante con una actitud positiva.
Mientras acompañaba a su esposa en el desayuno, se disculpó sinceramente por su letargo previo, le aseguró que lo iba a arreglar y fue entonces cuando Sóstrato se sintió capaz de enfrentarse a los propios dioses.
—Quiero que estés de vuelta temprano, ¿me oyes?, no olvides hablar con los obreros porque necesitamos que arreglen el techo y el yeso. ¿Cómo esperas que te crean capaz de construir un faro para la gente si tu propia casa está cayéndose a pedazos?
—Sí, Despina.
—Y no te olvides de comer algo— le dijo mientras Sóstrato salía de la casa—, ¡o quizás te lleve al mercado y te cambie por un marido con más carne en los huesos!
—¡Yo también te amo querida! —respondió con el ánimo renovado.
Su casa se encontraba en las afueras de Alejandría. Mientras caminaba por el sendero que bordeaba la orilla del mar, fijó la vista en el estrecho pedazo de tierra a lo lejos, que formaba uno de los brazos del puerto, como si estuviera invitando a los barcos a buscar refugio. Más allá se encontraba el pequeño saliente de Faros, donde se levantaría el faro, que algún día se conectaría por medio de una calzada. El rey Ptolomeo había solicitado un monumento que fuera la maravilla del mundo, una que resistiera el paso de los siglos y fuera un prodigio para todo aquel que lo contemplara. Sóstrato había aceptado el desafío y propuso un edificio como ningún otro.
«Demasiado ambicioso», esas fueron las palabras que más se oyeron cuando los críticos se volvieron contra él. Sus colegas arquitectos, recorriendo los planos con sus dedos rugosos, afirmaron que tal edificio nunca se mantendría en pie, condenado a desplomarse al primer embate de una tormenta. Los gremios de comerciantes demostraron con gestos de desaprobación el convencimiento de que nunca se podría extraer la cantidad necesaria de arenisca y caliza. Los encargados del Tesoro Real, ataviados con las mejores joyas y ropas, se mostraban horrorizados por el costo. Incluso los sacerdotes, hojeando frenéticamente antiguos pergaminos, temían que los dioses se sintieran ofendidos por un edificio civil que estuviera por encima de sus templos.
—¡Malditos sean todos! —gritó Sóstrato sin dirigirse a nadie en particular, aunque una garza cerca de él levantó la cabeza con lo que parecía indignación. Para ser sinceros, estaría más dispuesto a luchar contra los augures de la fatalidad si no fuera porque el rey se negaba a darle crédito por el trabajo ya realizado. Desde luego, admiraba a Ptolomeo por su visión. No debía de haber sido fácil para un gobernante suceder a Alejandro Magno, y el nuevo rey necesitaba dejar su propia huella. Sóstrato había convencido a Ptolomeo de que la construcción del faro era posible, siempre que se consiguieran los permisos reales necesarios.
—Sí... sí… tienes mi aprobación —farfulló Ptolomeo, haciendo un gesto con la mano como si eso fuera todo lo que Sóstrato necesitaba—. Solo asegúrate de que la estructura lleve el nombre de tu rey y no otro. ¡No quiero ver tributos a los dioses, ni a ese megalómano de Alejandro, ni a ningún funcionario cívico! –, le dijo con una mirada penetrante.
Despina estaba furiosa porque su nombre no aparecería en el edificio.
—¡Le entregas la mitad de tu vida a esta… a esta… locura! —exclamó ella, señalando hacia la isla de Faros. —¿¡Sin tributo!? ¿¡Sin que se reconozca el sacrificio que estás haciendo!? ¿¡Sin que se valore que es tu diseño, tu perseverancia lo que lo llevará a cabo!? Ese pretencioso y arrogante… —Y así continuó. Sóstrato no se consideraba a sí mismo arrogante, pero le disgustaba profundamente que el creador del faro, si es que alguna vez se completaba, quedara en el anonimato. Los acólitos de Ptolomeo no tardarían en detectar cualquier intento de inscribir su nombre, por más sutil que fuera.
El día trajo consigo los retos habituales. El gremio de los constructores lo formaban hombres ancianos con largas barbas blancas que se movían al viento como la espuma sobre las olas del Mediterráneo. Llevaban semanas afirmando que los materiales de construcción no estarían listos a tiempo, pero ahora de repente admitían que tal vez fuera posible. Esto no fue ninguna sorpresa para Sóstrato, quien había visitado personalmente Wadi Hammamat y hablado con los canteros, que no dudaron en aceptar el encargo. El retraso lo habían causado los propios líderes del gremio, porque intentaban prolongar las negociaciones para engrosar sus propios bolsillos. Sóstrato, sin embargo, logró convencer al Tesoro Real para que interviniera y pusiera freno a su avaricia.
Cuando regresó a casa, ya era tarde. Sintió que Despina iba a reprenderlo, hasta que vio lo agotado que se veía. Se desplomó sobre unos cojines y extendió los brazos. Despina negó con la cabeza y se dejó caer a su lado. El contacto de su cuerpo al lado del suyo hizo que el peor de los días fuera más llevadero.
—Soy el esposo más inútil que pueda existir.
—Sí, lo eres, pero por suerte los dioses te han concedido una esposa comprensiva.
—Eso es cierto —Echó un vistazo alrededor de la habitación—. ¿De verdad nuestra casa está a punto de venirse abajo sobre nuestras cabezas?
—Probablemente, pero mientras tú andabas todo el día tratando de erigir tu faro para el pueblo, me encargué de reparar el techo y el yeso. Aún necesitamos al albañil, pero debería aguantar por ahora.
—Entonces, ¿todavía soy bienvenido en tu cama? —La abrazó con fuerza.
—Bueno, siempre y cuando estés dispuesto a arriesgarte a que un trozo de yeso caiga sobre tu cabeza. Entonces te preguntarás por qué no escuchaste a tu esposa desde el principio.
Sóstrato se figuró una lluvia de yeso que caía sobre él en el instante más inoportuno, dejando al descubierto el cielo nocturno; sin embargo, confiaba en que las reparaciones hechas por Despina resistieran más que cualquier obra de un albañil. Fijó la mirada en el techo y los engranajes comenzaron a girar en su mente: ideas sobre superficies e interiores, fachadas con secretos ocultos; problemas y soluciones.
—¿Otro día frustrante, esposo mío?
—Uno más, como tantos otros. Aunque creo que se me ha ocurrido una idea que podría aliviar al menos una de las cargas…
—Maravilloso, cuéntame todo sobre ello por la mañana.
Sóstrato sonrió para sí, la estrechó con fuerza y, por primera vez en mucho tiempo, creyó que su faro tal vez finalmente llevaría su nombre.
***
Sóstrato completó el faro de Alejandría en doce años y se mantuvo como uno de los edificios más altos del mundo durante muchos siglos, hasta que se vio gravemente afectado por una serie de terremotos más de mil años después. Se documentó que el diseñador era Sóstrato de Cnido y un historiador del siglo II escribió que su nombre había sido inscrito debajo de un yeso con una dedicatoria al rey Ptolomeo. Cuando el yeso finalmente se desgastó, el nombre de Sóstrato quedó visible en la piedra.
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