Tercer premio de la categoría juvenil 2025

Prisha Roy Mahapatra

Prisha vive en el Reino Unido. Es una lectora voraz aspirante a poeta y una apasionada de la historia. Sus libros favoritos son los que versionan los mitos y los cuentos populares.


Doncellas, hombres y mares embravecidos se inspira en las selkies, las novias foca del folclore celta y nórdico.


Por Prisha Roy Mahapatra, traducida por Eva Bruzos Bruyel


Doncellas, hombres y mares embravecidos



Nací en los espumosos mares de Irlanda, en una época que no conocerás muy bien. Una época de granjeros, guerreros, poetas y hombres. Una época en la que los mitos eran verdad y se conocían de verdad; en la que no eran historias extrañas susurradas en plena noche sobre un fondo de crepitar de llamas.


Aunque quizás mi historia te resulte curiosamente familiar. Después de todo, entre los rasgos humanos hay algunos que se extienden muy lejos a través de los milenios.


Soy una selkie. De día, somos focas. De noche, nos desprendemos de nuestra piel de foca al amparo de la oscuridad y adoptamos una forma humana. Bailamos en cuevas junto a un mar de remolinos de tinta y nos deleitamos con todo lo que es bello. Nuestros corazones se hinchen del amor por los nuestros, por la belleza y por el regocijo de estar a la luz de la luna.


La noche en la que me quitaron todo esto, el mar estaba inquieto. Era como si supiese de mi inminente dolor y llorase mi futuro. Ingenua de mí, no le di importancia. Yo era joven y vanidosa y enardecía anticipando la fiebre de un cuerpo humano y la efervescencia de la noche. Bailaba con el pelo suelto alborotado y el vestido resbalándome de los hombros. Sentía mis manos perfectamente entrelazadas con las de mi amado, como lo estarían —eso esperaba yo— a través del orificio de la roca de Trysting Stone cuando nos citásemos en ella para casarnos.


***


Era cerca del amanecer cuando nos lo encontramos. Era la viva imagen de un hombre al que nunca le habían dicho que no. Me asustó.


Cuando lo vimos, reaccionamos rápidamente. Cada uno de los selkies se abalanzó sobre su piel de foca y se tiró al agua, en una frenética búsqueda de seguridad. Bueno, mejor dicho, todos menos yo. Con la emoción y mi ingenuidad, me había dejado la piel de foca muy lejos. Noté que mi amado tiraba de mí, pero era demasiado tarde. El humano la agarró con sus puños mugrientos y sonrió como un tiburón que había hallado su presa.


Metió la piel —mi piel— en el saco que llevaba atado a la cadera y caminó hacia mí. Con mi amado mirando, impotente, me tomó en brazos y me reclamó para sí; me encadenó a él con un viso de crueldad en la mirada. No oyó mis negativas.


Después, nos casamos. Proclamó que tenía el poder de decidir sobre mi vida y mi muerte. Luego, me arrastró a mi nueva morada con el pretexto de que nos habíamos enamorado.


No, yo no me había enamorado de ese granjerucho. No, yo no quería su contacto, desgraciada de mí. Si les preguntas a ese granjerucho y a los suyos, te dirán que miento; él te preguntará a su vez: «¿Y qué hacía ella con el pelo suelto y los hombros al aire?».


Los filidh, que los creen a ellos, me retratan de demonio seductor en sus cantos de rapsodas. Un cuento con moraleja.


***


Viví durante décadas en la casa de ese inmaduro. Él había fajado mi piel con la excusa de que era mi dote y sonreía burlonamente al decirme que solo la recuperaría cuando estuviese enterrado y bien enterrado; pero a mí me parecía una promesa de que yo estaría bien enterrada mucho antes que él.


La vida de la gente era tan distinta lejos de la costa… Como todas las criaturas mágicas, los selkies tienen vidas largas, así que tenemos a nuestros hijos cerca de nosotros durante muchos años. En la aldea, mis hijos les juraron lealtad a ancianos y a mis hijas las casaron a los catorce años. Algunos de mis hijos se los entregaron a aristócratas cuando eran unos bebés diminutos; a mí me entregaron algunos niños robados a las tribus conquistadas. Odiaba al padre de mis hijos, o la crueldad con la que me daba a mis hijos de acogida, tanto como quería a aquellos chiquitines con todo mi corazón. Se me partía el corazón cada vez que un niño se iba demasiado pronto, pero se henchía cada vez que llegaba otro. Me costó adaptarme, pero mi amor era mi consuelo y mis hijos, mi hogar.


Hogar. Mis hijos solo podían ser fragmentos de esa palabra, de ese recuerdo, de esa sensación, por muy rutilantes que fuesen. A menudo, huía a la costa a observar la agitación de los mares: sentía su furia por la lacerante ausencia de su hija y oía sus perpetuas llamadas aquejadas de pena. Caminaba por la parte de la orilla donde el agua salada se encontraba en zigzag con la arena, mientras anhelaba mis tan preciadas profundidades. «¿Por qué —pensaba para mí— adoraba ser humana durante aquellas noches remotas?».


***


Los últimos de mis hijos rozaban la edad adulta cuando tomé una decisión espantosa. Los selkies son gente amable. No somos violentos. No obstante, tan lejos de casa, una mujer pierde poco a poco todo rastro de su educación. Cuando mis pies siguieron la línea de la costa por última vez, tenía el corazón exhausto y los recuerdos de juventud se me escurrían de las manos, pero mi conciencia y yo éramos una al fin. Lloré haber tenido que aguardar tanto. También lloré a los niños, la razón por la que había tenido que esperar.


Los filidh te contarán que descubrí el lugar donde él me había ocultado la piel y que me fui a hurtadillas. Que le dejé una carta de despedida donde le decía que criase bien a nuestros hijos y que lo sentía. ¡Menuda sandez! ¡Si los dos éramos analfabetos!


Además, lo maté.


La guerrera de la aldea me entregó un cuchillo y me enseñó a usarlo. Habíamos congeniado bien, así que, para alivio mío, no hizo preguntas, ansiosa de mí. Me regaló la hoja reluciente; me deseó buena suerte en mi empresa. Y así, aferrando el arma con manos embravecidas, fue como le quité la vida a él con absoluta frialdad. Clavé la mirada en sus ojos aterrorizados y degusté cómo se habían invertido los papeles: saboreé que nuestra historia hubiese terminado tal y como había empezado, con uno robándole al otro.


Nadie sospechó de mí, la esposa complaciente. Me plantaron mi «dote» entre los brazos y, con feas muecas, me comunicaron mi herencia y sus condolencias. Abracé a mis hijos llorosos y les susurré que los quería. Yo también vertí lágrimas, pero no por él.


Aquel mismo atardecer, una foca se zambulló en el mar de Irlanda. Y aquella misma noche, en unas costas remotas, una selkie bailó con el pelo suelto alborotado, el vestido resbalándole de los hombros y una daga atada al muslo.



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