Historical & Mythological Short Fiction
World History Encyclopedia's international historical and mythological short story contest
Segundo Premio Categoría Joven 2025
Por Cassandra Hughes, traducido por Alexander Serapis Lopez Zumaeta
—¡Qué espectáculo tan entretenido, querido Berthier! Te felicito —exclamó el emperador Napoleón Bonaparte mientras se recostaba en su asiento tapizado, sacudiéndose unas migas del uniforme.
El mariscal Alexandre Berthier se levantó e hizo una reverencia.
—Ahora... sobre estos conejos... —Napoleón alzó una ceja, mirando a Berthier.
—¡Por supuesto! Luis, da la orden para soltar a los conejos en el parque.
Luis, un hombre alto con el uniforme de la guardia de Berthier, saludó y se dirigió hacia la puerta, pero la voz del emperador lo detuvo.
—Usted es Luis, ¿verdad? —preguntó Napoleón, observándolo de arriba abajo.
—Así es, Emperador.
—¿Quién consiguió estos conejos?
—Yo, Emperador —respondió Luis, visiblemente orgulloso de haber sido reconocido.
Girándose hacia Napoleón, Berthier habló con entusiasmo.
—¡Mil conejos, Emperador! Hice que Luis los escogiera especialmente; confío en él plenamente. ¿Quiere que traigan su carruaje? Es un paseo corto, a las puertas de París.
—¡Por supuesto! —Napoleón se puso de pie con energía, y el resto de la partida hizo lo propio.
Berthier tenía razón; el trayecto no fue largo y pronto llegaron al parque. Desde hacía algún tiempo, la caza se había convertido en el mayor pasatiempo del emperador. Poco le importaba qué animal fuera la presa. Cada cortesano se esmeraba por complacer esa afición, aunque pocos lograban que su invitación fuese aceptada.
Berthier, en su calidad de mariscal, gozaba de alta estima, y había elegido un excelente momento para hacer su invitación. Napoleón estaba especialmente complacido tras los exitosos Tratados de Tilsit, en los que había logrado acuerdos con Rusia y Prusia, y conseguido que Rusia se aliara con él.
Desde entonces, Napoleón prácticamente controlaba el comercio europeo. Era, sin duda, un momento propicio para una cacería.
El parque de Berthier era ideal: un extenso campo salpicado de árboles y arbustos... y, por supuesto, repleto de conejos. Berthier estaba satisfecho. El almuerzo había salido de maravilla, el emperador estaba de buen humor. Todo parecía perfecto. Sin embargo, como pronto se demostraría, ¡nunca hay que confiar demasiado en los preparativos humanos!
Napoleón golpeaba el suelo con el pie, impaciente, mientras los jardineros iban y venían, nerviosos por tener que servir al emperador. Finalmente, comentó con ironía:
—¿Qué sucede aquí? ¡Aún no han abierto las jaulas y ya hay conejos por todas partes!
Berthier se rio y ordenó a Luis y a los jardineros que liberaran a los animales sin más demora.
Con cautela, los hombres se alinearon. Los jardineros sostuvieron las puertas de las jaulas esperando la señal imperial. Y, por supuesto, llegó. Las puertas se abrieron y una oleada de cuerpos peludos escapó. Se dispararon los rifles y muchos cayeron... pero inexplicablemente, los demás no huyeron, como se esperaba. En vez de eso, ¡una masa agitada de conejos corrió directamente hacia Napoleón y su séquito! Pronto estuvieron rodeados. Berthier reaccionó de inmediato.
—¡Cocheros! ¡Tomad los látigos y hacédlos retroceder!
Los cocheros obedecieron y lograron ahuyentarlos por un momento. Los oficiales volvieron a avanzar con las armas listas, creyendo que había sido solo una rareza.
Pero los conejos tenían otros planes. Aunque se dispersaban brevemente, pronto regresaron, se reagruparon y volvieron al ataque. Para cuando se dieron cuenta del extraño fenómeno, ya habían vuelto a poner los látigos en los carruajes y no había tiempo para repetir la jugada anterior.
En segundos, Napoleón y sus hombres estaban sitiados. Los conejos se les arremolinaban alrededor de las piernas, impidiéndoles avanzar. El Emperador de Francia estaba siendo vencido por un ejército de conejos. Era inútil patearlos o dispararles: por cada uno abatido, aparecían cinco más. Varios hombres dieron grititos de pavor.
—¡¿QUÉ... es... ESTO?! —gritó Napoleón, descompuesto, mientras Berthier enrojecía de furia.
—Emperador... no lo sé... —balbuceó, hasta que un conejo le interrumpió. Apretando los dientes, añadió—: Pero voy a averiguarlo.
—¡A los carruajes, caballeros! —ordenó Napoleón, apartando conejos con las manos mientras abría paso entre el caos. Finalmente, él, Berthier y los demás alcanzaron los carruajes. Los cocheros ayudaban como podían, arrojando conejos fuera de los vehículos antes de partir. Pero no era sencillo: los animales habían invadido hasta los estribos. Con esfuerzo, el séquito logró salir del parque.
Berthier, que se había asegurado un lugar en un carruaje diferente al del emperador, estaba furioso. ¿Qué había causado ese comportamiento en los conejos? Todo estaba arruinado y seguramente sería culpado.De vuelta en la mansión, Berthier se volvió hacia Luis:
—¿Qué demonios fue eso?
—No lo sé, señor —respondió Luis, visiblemente incómodo.
Berthier tuvo que contenerse para no gritar.
—¿De dónde sacaste los conejos?
—De granjas, señor. Son conejos domesticados.
—¡Por todos los cielos...! ¡Luis, estúpido!
Berthier iba a seguir despotricando cuando apareció Napoleón.
—Bueno, Berthier, ¿cómo explicas esta maravilla?
Berthier frunció el ceño.
—Este tonto de Luis trajo conejos domésticos en lugar de salvajes. ¡Nos tomaron por jardineros con canastas de lechuga!
Napoleón estalló en carcajadas, para alivio general.
A Berthier le habían arruinado el día, pero los conejos, al parecer, estaban encantados: ¡ahora tenían todo un parque solo para ellos!
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